Hoy es el primer día de una nueva vida, el día en que oficialmente dejo atrás la investigación científica como profesión.
Abandono la carrera investigadora porque no interesaba que hiciera ciencia de verdad. Interesaba que me dedicara a impostarla mediante otras actividades, acciones y actitudes que no benefician a la ciencia, o que incluso van en su detrimento.
Interesaba la cantidad de artículos científicos que yo fuera capaz de producir, sin importar su calidad ni su impacto real, con tal de que un árbitro anónimo y un editor los consideraran aceptables. En teoría, el sistema de arbitraje está diseñado para garantizar que solo se acepten contribuciones científicamente relevantes. Pero en esta sociedad cada vez más obsesionada con el beneficio económico y el resultado inmediato, el sistema hace aguas por todos sus flancos. El editor está a sueldo de una editorial, normalmente privada, cuyos ingresos son proporcionales a su número de artículos y de páginas. El árbitro, por su parte, es otro investigador que ha de perder tiempo de sus propias investigaciones sin recibir ninguna remuneración ni reconocimiento por ello. Al carecer de alicientes para preservar la calidad científica, esta disminuye en la medida en que aumentan las ganancias de la editorial. A ellos, entonces, les interesa alimentar la presión por publicar (“publish or perish”) todo lo rápido posible sin importar la calidad (“fast science”); todo ello gamificado mediante una serie de índices bibliométricos carentes de sentido científico, pero con los que te juegas tu carrera académica. La difusión de la ciencia se convierte así en una mera forma de desviar dinero público destinado a la investigación a empresas privadas con cada vez más desorbitados beneficios económicos. Para colmo, todo esto promueve el tráfico de coautorías, una forma de corrupción que está alcanzando proporciones epidémicas. Y colateralmente, produce la infestación del sistema con todo tipo de parásitos, como las revistas depredadoras o las empresas que escriben papers por ti o incluso te añaden como coautor a un paper aceptado por un módico precio.
Interesaba que mi mente estuviera más ocupada en competir por el siguiente contrato que en el avance de la ciencia, y para ello era necesario mantenerme en una precariedad que supuestamente me haría más competitivo. Una competitividad mal entendida que, en vez de de fomentar la colaboración entre jóvenes científicos, nos impulsa hacia guerras fraticidas por una hipotética estabilización futura que puede que nunca llegue. Irónicamente, muchos investigadores con varias décadas de experiencia, que deberían conocer mejor que nadie las motivaciones que impulsan la productividad de un joven científico, parecen pensar que cuanto más deterioradas se vean nuestras condiciones y mayor sea nuestra desesperación, más nos esforzaremos en hacer un buen trabajo. Y que tenemos que estar dispuestos a hacerlo incluso en los períodos de desempleo que, de forma ya normalizada, tenemos que comernos entre contratos. Una premisa errónea en la que caen por ignorar los devastadores efectos que tienen en la psique humana la precariedad laboral y la inestabilidad vital a largo plazo, especialmente cuando se unen a una crónica falta de perspectivas vitales. Ellos lo tuvieron mucho más fácil, pues eran tiempos en que un científico promedio tenía ya la vida encaminada hacia un puesto estable alrededor de los 30 años, y podían comprarse su primera vivienda no mucho después. Y en su incomprensión, echan la culpa de nuestra poca productividad a la falta de interes y de compromiso de las nuevas generaciones.
Interesaba que yo me comportara como un simple engranaje dentro del sistema clientelar en que se ha convertido el mundillo del sistema público de investigación. Un clientelismo que incluye la consabida endogamia a la que muchos dicen no contribuir mientras castigan a los que “vienen de fuera”, ingenuos como yo que se han creído el cuento de que ir saltando por diferentes países y ciudades sin fijar domicilio acabaría siendo muy beneficioso para labrarse un futuro. Un clientelismo académico que, no obstante, no se limita a la endogamia; va mucho más allá, con actitudes que recuerdan al feudalismo. Como la del vasallo que busca a quién rendir pleitesía para que añadan su nombre a papers y colaboraciones científicas, o para que le inviten a dar charlas y a formar parte de comités; cuando los hilos son así movidos a su favor, se ve artificialmente impulsado por encima de los que no juegan con las carta marcadas. O como ese señor feudal que se siente más cómodo creyendo (erroneamente) que le debes un favor cuando actúa, no por tu interés sino por el suyo, para sacar a concurso un empleo con requisitos perfectamente adaptados a tu currículo. O cuando por omisión de publicidad sucede que eres el único candidato a la plaza. Son situaciones impensables en el ámbito privado, donde el empresario no tiene que montar tales paripés si ya conoce a la persona idónea para el puesto, y tampoco se espera que el contratado sienta que le debe un favor personal por ello.
Interesaba que yo me autoengañara a través de mi vocación científica y de mi ego, que me convenciera de ser ese héroe que se sacrifica para trabajar incansablemente sin esperar una compensación (en forma de remuneración o estabilidad) consecuente con el esfuerzo invertido. Los de arriba quieren aprovecharse de ello para presumir de su supuesto apoyo a la investigación sin necesidad de aportar la financiación imprescindible para llevarla a cabo en condiciones. Y que no te creas con derecho a quejarte, encima que te dan “ayudas” (esa es la expresión literal que usan) para investigar… ¡Cómo vas a reclamar un sueldo justo o el cumplimiento de tus derechos laborales como si fueras un asalariado más! ¡Eres un ser superior que está por encima de todo eso, y simplemente debes agradecernos que alimentemos tu ego!
Interesaba tenerme apartado de la sociedad como rata de laboratorio, ahí encerrado, elaborando conocimiento cuya comprensión está al alcance de muy pocos. Y haciéndolo dentro de un sistema que funciona con unas reglas distintas a las del resto del mundo, como si se tratara de un universo paralelo. Dicho de otra forma, dando una imagen de desconexión con el resto de la sociedad que le viene muy bien a esa nueva política que, bajo el paraguas financiero de los poderes económicos, quiere acabar con una era de acceso popular al conocimiento por ser contraria a sus planes. Ellos comprenden cuánto pueden ganar alimentando las crecientes fobias de una sociedad cada vez más anticientífica, y actúan rápido para lograr sus objetivos. Mientras tanto, las instituciones de investigación y de educación superior, atascadas por sus propios enredos burocráticos, se han vuelto incapaces de seguir el ritmo impuesto por los nuevos tiempos. La universidad, otrora vanguardia del progreso humano, va quedando anquilosada y perdiendo prestigio y protagonismo social frente a la empresa privada, encarando el sendero de la irrelevancia.
El sistema de investigación pública se está hundiendo lentamente, en parte por las agresiones sufridas desde fuera, pero mayormente por culpa de los responsables internos que la dinamitan desde adentro. Y yo no quiero ser parte del edificio cuando acabe derrumbándose.
Tampoco es fácil salir de aquí. Hace poco, otro compañero en una situación parecida lo expresó muy bien cuando me dijo que “algo muere dentro de ti cuando dejas la ciencia”. Por eso, yo nunca voy a dejar la ciencia, aunque ella me abandone a mí. Solo abandono la investigación como forma de ganarme el pan, pero hay muchas formas de seguir colaborando en el progreso científico desde fuera de la profesión. Es más, si a los que pagan por hacer ciencia realmente no les interesa que la hagas, cabe preguntarse si el mejor camino para ser científico es no necesitarlo para ganarte la vida. Puede parecer una locura, pero conozco bien tres casos (dos de ellos personalmente) que han seguido ese camino con éxito. Y al fin y al cabo, muchos grandes científicos históricos, en tiempos donde no había financiación para proyectos de investigación tal como la conocemos ahora, pudieron dedicarse a ello porque ya tenían sus necesidades vitales cubiertas de otra forma. Eso fue en el pasado, sí, pero el futuro aún está por escribir.
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